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Desayuno al aire libre

Todas las mañanas mantenía una rutina de muchos años en el recorrido automovilístico de su domicilio al lugar de trabajo. Con excepciones, producto de viajes a algún lugar, el itinerario era prácticamente el mismo y ya le eran enormemente familiares a su cerebro, entre otros, los colores del cielo, los sonidos, las paradas en semáforos o las posibles retenciones.

En una de esas potenciales interrupciones del tránsito, provocada por un semáforo, se había situado como perenne protagonista del lugar un hombre. Indigente, mendigo son algunos de los apelativos con los que se menciona a ese tipo de personas de las que se desconoce casi todo, se aleja uno de ellos por vergüenza ajena o por uno de esos tópicos que en las grandes ciudades se tienen ante las personas sin hogar.

Hombre que sobrepasaba, intuitivamente, los cincuenta años, vestía con ropa prestada y sucia y apenas emitía sonido alguno. La comunicación con él, a través de la ventanilla del coche, subida, por supuesto, y con los dispositivos de seguridad en funcionamiento por lo que pudiera pasar, se limitaba a una negativa con la cabeza ante su requerimiento gestual de algún tipo de limosna.

Era parte de la rutina del trayecto. La imagen se repetía día tras día, siempre que coincidiera el color rojo del semáforo y ambos de manera mecánica realizaban los mismos gestos.

Un día, en el que el semáforo estaba con ese color, el conductor que negó una vez más la posible dádiva, recaló en una joven pareja que por el lado izquierdo del vehículo cruzaba por el espacio dedicado a los transeúntes. Ella, vestía de manera informal ropas que evidenciaban la frontera de temperatura que ese día, precisamente, se estaba dando en la ciudad. Algunos la llaman, la vestimenta de los disfraces porque se combinan atuendos propios de una estación con otros de la inmediatamente posterior. El, sin embargo, llevaba traje y corbata, bien conjuntados.

Pero, lo que llamó la atención del conductor no fue su vestimenta, sino que ambos llevaban en sus manos algo que le hizo pararse a pensar: ¿por qué lo llevan?

Veamos el contexto geográfico. El semáforo está situado en una zona universitaria, abierta y con amplias extensiones. Ella llevaba algo envuelto en papel y un vaso y él llevaba otro vaso, algo más grande. “Si fuera el desayuno de ambos, que raro que no se lo tomen en alguna cafetería de las distintas facultades existentes en el lugar”, pensó el conductor durante breves segundos.

Pero, mientras hacía cábalas, la realidad superó su pensamiento. La pareja superó los coches estacionados a la espera del cambio del color semafórico, abordaron al indigente/mendigo, y después de una sonrisa muy agradable de ella y unas breves palabras, le entregaron ese algo envuelto en papel y dos vasos, que todo junto conformaron un desayuno, compuesto por alimento y bebida.

Ellos se fueron siguiendo el curso natural del camino peatonal, según la dirección que llevaban. El se apartó, un poco, de la acera y se sentó a degustar lo que le acababan de dar.

Lo más bonito de toda esta historia es que es real. De esta misma mañana. Está tan caliente como la bebida que le han dejado a nuestro protagonista, los dos héroes anónimos.

Frente a la negativa casi diaria, el frescor de la actitud positiva ilumina y estimula a los que no son capaces de hacerlo.

2018-05-07T11:43:56+00:00miércoles, 29 de abril, 2015|